sábado, 20 de febrero de 2010

LA CARNE

Un par de artículos periodísticos como para empezar a entender que sucede con con el precio de la carne y como para disparar el correspondiente debáte.


Quiénes ganan y quiénes pierden con la carne
por Roberto Navarro


El fuerte incremento de la carne en las últimas semanas responde a varias causas. Ese aumento se inscribe en un proceso de tensión con los precios. Los más favorecidos son frigoríficos y supermercados. Los que sufren son consumidores y criadores. El Indice de Precios al Consumidor de enero que informó el Indec fue de 1,0 por ciento, con un alza promedio en el rubro carne vacuna de 7,1 por ciento. La categoría Turismo avanzó 7,9 por ciento, pero la incidencia de la carne en el indicador de precios es mucho más relevante estadísticamente en la canasta de bienes (ver aparte). Pero también, fundamentalmente, en el presupuesto de los hogares. El aumento en la carne se inscribe en un proceso de tensión con los precios. Por ese motivo resulta relevante precisar el funcionamiento de ese mercado. El fuerte incremento del precio de la carne en las últimas semanas tiene ganadores y perdedores y responde a múltiples causas. Los más favorecidos son los frigoríficos y los supermercados; y en menor medida los feed-lots. Los que sufren son los consumidores y los criadores, que desplazados por la soja se han diseminado por gran parte de la geografía del país.
En menos de una década la ganadería perdió 13,5 millones de hectáreas de producción en manos de la soja. Ese es un factor ineludible en el análisis de la caída del stock, que también está sucediendo en otros países productores de carne (Uruguay, ver aparte). El segundo punto, al que tampoco se le da la importancia que tuvo, fue la sequía más grande de los últimos cien años, que generó efectos devastadores sobre la producción de pasto y la disponibilidad de agua para el ganado. En ese contexto, en los últimos dos años, los jugadores fuertes del mercado, frigoríficos y supermercados, utilizaron su poder para sostener una altísima rentabilidad; los feed-lots, que son los que engordan el ganado, contaron con subsidios del Estado. Pero estos nuevos jugadores, los productores tradicionales de la Pampa Húmeda, no trasladaron parte de sus ingresos a los criadores, que, al recibir cada vez menos ingresos por sus crías, comenzaron a rematar hembras para salirse del negocio o achicarse. Hoy, con una caída de tres millones de cabezas en 2009 y casi siete desde 2005, la falta de oferta disparó los precios.
En un mercado agitado y con amenaza de seguir en alza, todos los jugadores salieron a aprovechar el momento. La presidenta Cristina Fernández advirtió que la gran cantidad de lluvia caída en los últimos meses incrementó y mejoró las pasturas en extensas zonas del país. Ante la posibilidad de nuevas subas y con el ganado engordando por la nueva situación de las pasturas, criadores y ganaderos prefieren retener los vacunos para mejorar su peso, al tiempo que esperan, y a la vez generan, nuevos aumentos. “El criador está reteniendo ganando para aprovechar las pasturas y el feed-lot tambien retiene esperando mejores precios. En Liniers, de un promedio de 10 mil animales, están entrando 1500”, explicó a Página/12, Osvaldo Barsky, decano de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Belgrano.
Daniel Rearte, coordinador nacional del Programa Carne del INTA, explicó a este diario que “la caída del stock y con ello de la oferta de carne actual en nuestro país, que se mantendrá muy baja por un par de años, tiene su principal razón en la sequía del año pasado, pero también en el muy bajo nivel de lluvias en los últimos cuatro años, al que hay que agregar por supuesto la menor rentabilidad que ofreció siempre la ganadería con respecto al cultivo de la soja. No importaba el buen precio que pudiese tener la hacienda (en abril-mayo del 2008 el novillo alcanzó los valores más altos en varias décadas), la ganadería seguía perdiendo terreno con respecto a la soja, a causa de la gran diferencia en sus márgenes económicos. En el 2008 los márgenes económicos de la soja quintuplicaban al de la actividad ganadera”.
La cadena de la carne está conformada por los consumidores, el sector comercial –muy concentrado en los supermercados–, la industria frigorífica y los ganaderos, criadores e invernadores. Los criadores son en gran medida pymes con tierras de baja calidad agrícola y su capital son las hembras, vacas más vaquillonas. Habitualmente, venden terneros y vacas de rechazo. Los invernadores compran terneros y los engordan en pastizales parte para exportación o en feed-lot de consumo local. Los frigoríficos faenan los animales y se venden como media res, en un 65 por ciento, o en cortes, 35 por ciento.
Daniel Vilela, director del Programa de Agronegocios de la UBA, explicó a Página/12 que “todos los actores han sufrido de diversas formas las políticas equivocadas desde 2005, pero los grandes perdedores han sido y lo serán aún más los consumidores de cortes populares y los ganaderos. Los grandes ganadores de este ciclo son el sector comercial concentrado y los frigoríficos”. Entre las críticas se menciona que las negociaciones con los grandes frigoríficos y los supermercados, aunque no haya sido intención del Gobierno, mejoraron aún más la posición de estos actores en la cadena de producción y consumo, sin resolver el problema de fondo. Por otro lado, los subsidios a los feed-lots no se hicieron en una mesa con los criadores para hacerlos partícipes del reparto.
Sin embargo, un asesor del Poder Ejecutivo, que pidió no ser mencionado, agregó otro elemento, al señalar a este diario que el rechazo de la Resolución 125 comenzó a mostrar sus resultados. “Con este precio de la soja, el mercado ve dos posibilidades, salirse del negocio ganadero o, por lo menos, achicarlo. Las dos opciones llevan a un descenso de la oferta y un aumento del precio”. Y agregó: “Hay otro elemento que es la comercialización. Nunca los frigoríficos en la historia ganaron tanto como en los últimos dos años. Se rompió el equilibrio en la cadena”.
En los últimos días y con respecto al conflicto ganadero, el modelo que esgrimen ciertos analistas es Uruguay (ver aparte). Sin embargo, el país vecino viene sufriendo un problema similar al argentino. Un informe de la Secretaría de Agricultura del país vecino al que tuvo acceso este diario señala que “Uruguay por tercer año consecutivo ve cómo el área dedicada a la ganadería se reduce en más 300 mil hectáreas. La pérdida total ya supera el millón de hectáreas. El total de esa superficie se dedica a la producción de soja”. Rearte brinda otros ejemplos: “No existen posibilidades de crecimiento de la ganadería ante el beneficio económico que reporta la aparición de los llamados cash crops, cuando tienen, por sus altos precios, rentabilidades extraordinarias. Los achicamientos de la ganadería en la región son un claro ejemplo de ello, ocurrió en Colombia con el auge de la caña de azúcar para la producción de etanol cuando se disparó el precio del petróleo, en Uruguay con la soja y el arroz, en Ecuador con la palma aceitera y en otros países”.
La sequía, que es un problema coyuntural, la alta rentabilidad de la soja, que se mantendrá mientras la oposición parlamentaria siga jugando a favor de la Mesa de Enlace, y la falta de transparencia dentro del negocio aparecen como las principales razones del intenso aumento de la carne. De estos tres factores sólo uno podía tener una solución rápida: un mejor armado en la cadena de producción y comercialización. Un estudio de la Facultad de Agronomía señala que entre 2007 y 2009, el precio de la hacienda subió un 34 por ciento, el precio de la media res que compran los supermercados, un 45 por ciento y el precio al público un 72 por ciento.
fuente.pagina 12.com.ar




La carne es débil
Por Martín Caparrós
18.02.2010

Nos tocaron la carne –y es casi como si se hubieran metido con la vieja: con la merca no te metás, murmuran en el barrio. Somos carne, carne de nuestra carne, carne propia, carne podrida, viva, fresca, carne de cañón o de gallina, carne sobre carne. Nos gusta suponernos tangueros, futboleros, amigueros y algunos "eros" más pero, en verdad, si algo nos distingue de otros pueblos es nuestro carácter carnicero. Somos el país más carnívoro del mundo –es el único campeonato que ganamos fácil. Somos lo que comemos, dice el lugar común; somos, entonces, vaca, pero no lo llamamos vaca sino carne por antonomasia –y al resto lo que es: pollo, chancho, cordero. Somos carne: las estadísticas corrientes dicen que cada uno de nosotros consume más de 70 kilos de vaca por año; una de las más precisas, la del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, dice que en 2008 fueron 67,5. En cualquier caso, vamos primeros lejos: en la tabla nos siguen los hermanos uruguayos con 51, los tíos norteamericanos con 39, los primos brasileños con 37, los australianos con 35 y, de ahí en más, muy pocos superan los 20 kilos por año y por persona. Lo dicho: ganamos por afano.

Las estadísticas no necesitan al señor Moreno para ser inexactas; para empezar, porque contar es muy difícil en cualquier lugar, y mucho más difícil en una sociedad que se basa en la mentira y el secreto como forma de escapar del Estado y sus impuestos. Para seguir, porque sus cifras suelen usarse para confundir la realidad. Umberto Eco decía que la estadística es la ciencia que sostiene que si un señor se come dos pollos y el de al lado ninguno, cada uno se ha comido un pollo. Aquí pasa, sin duda, algo de eso: las cifras dicen que, además de la vaca, nos comemos 34 kilos de pollo por año y por persona –quintos en la tabla global– y 6 de chancho –mal que les pese a ellas– y, o sea que cada uno de nosotros se comería casi 110 kilos de carnes anuales. Para lo cual cada cual tendría que zamparse 300 gramos de carnes cada día. Y como está claro que hay vegetarianos, bebés, enfermos, viejos y, sobre todo, pobres que no tienen forma de comer 300 gramos diarios, los que sí comemos deberíamos englutir muchos más: hay algo en esos números que no termina de cerrar. Pero sirven como medida convencional: la que indica que somos, antes que nada, una horda de carnívoros como no existe otra. Y que, por eso, cuando nos tocan la carne, saltamos como leche hervida.

La carne de vaca ya cuesta, como sabemos, casi un 50 por ciento más que en Navidad, y nada indica que no vaya a seguir en esa cuesta. Por lo cual aparecen las respuestas: nos indignamos –es lógico que nos indignemos–, compramos menos carne –es lógico que compremos menos carne–, aparecen incluso llamados a una “huelga de consumidores de carne”: los ex ciudadanos, convertidos en consumidores, reclamamos como podemos. Es un reparto de tareas: la clase media amenaza con dejar de comprar para que le cobren menos la comida, la clase baja interrumpe el tránsito para que le den con qué comprar comida. En cualquier caso, la comida se convierte en centro del debate –y eso siempre es peligroso para un gobierno. Y más si hay carne de por medio: pocas cosas pueden perjudicarlo más ante la famosa opinión pública –(a) la gente– que la sensación de que “ya no se puede ni comer un bife”.

El aumento de la carne, nos explican, tiene causas puntuales: la sequía de los dos últimos años disminuyó los rebaños y llevó a matar “vientres” –vacas paribles– cuya falta empezamos a notar ahora, cuando hay menos terneros para el sacrificio. Y que también influyen las cotizaciones internacionales, los permisos o no para exportar, los precios de los piensos y demás insumos y, pode- rosa, la codicia de los intermediarios –esa cima inútil del capitalismo de mercado.

Pero la causa principal es general y sostenida: somos, cada vez más, un país carnicero que se queda sin carne. Es uno de los efectos más brutales de nuestra deriva sojera –y uno de los que menos se debaten. Durante todo el siglo XX, el reparto de las tierras agropecuarias argentinas era más o menos claro: las más fértiles se usaban para agricultura, el resto para ganadería. Con la mejora de las técnicas agrarias, cada vez más tierra ganadera se volvió cultivable. Y, frente al rendimiento de la soja, la vaca, en horas bajas, no pudo competir viva ni muerta: ni su leche ni su carne alcanzan rendimientos comparables. Por lo cual el océano sojero se extendió, el rebaño patrio se achicó en más de un 20 por ciento en los últimos treinta años y, además, se fue transformando velozmente. Muchos de los que criaban vacas en el campo empezaron a encerrrarlas y a alimentarlas con granos, piensos, vitaminas: el feedlot, que requiere mucho menos espacio y produjo, ya el año pasado, la mitad de nuestra carne. Que, así, va perdiendo la característica que la hizo diferente de las demás, buscada y cotizada: que, en vida, retoza por el prado y come pasto. Es un clásico ejemplo de esputo ascencional en su momento descendente.

A la vaca todavía no le llegó la tecnología, no hay cómo apurarla. En el tambo una vaca, si es muy buena, te puede dar veinte litros de leche por día, pero eso dura seis o siete meses; después hay que dejarla que se preñe y eso no hay forma de cambiarlo. Pero cuando están en feedlot es todo un proceso, porque los chanchos se comen la mierda de las vacas, las gallinas se comen la mierda de los chanchos y nosotros, que somos más limpitos, nos comemos la gallina y la vaca y el chancho. Se salva, por supuesto, la carne de lujo, la que va para las marcas elegantes y sobre todo la de la cuota Hilton, la que se exporta. Ésa sigue siendo rentable, sigue teniendo lugar y sigue recibiendo sus cuidados.

Me dijo, hace tiempo, un tambero o ex tambero de Río Cuarto. Y que si esto sigue así la carne verdaderamente argentina sólo se va a conseguir fuera de la Argentina. Pero eso es casi una paquetería; el problema central es que cada vez hay menos carne para que todos –los argentinos que todavía pueden– la compren y la coman. Que la base de nuestra identidad va a ser para menos todavía: que el proceso de exclusión va a terminar de hacerse carne en el asado.

Fue, decíamos, un desarrollo largo, y es un caso testigo para pensar para qué sirve, en nuestras sociedades, un gobierno –o incluso un Estado. Porque lo que pasó fue, desde un punto de vista mercantil, perfectamente lógico: si un productor ganaba más arrendando su campo a un pool sojero que criando ganado, por qué no lo iba a hacer: es el capitalismo desregulado en todo su esplendor –y la evidencia de lo obvio: si el funcionamiento económico queda librado al mercado, cada quien buscará lo mejor para su provecho individual. Que, como bien sabe Perogrullo, no suele ser lo mejor para el provecho colectivo, general. El papel de los que dirigen el Estado consiste, en teoría, en evitar que eso suceda: en pensar, proponer y consensuar lo que sería mejor para el bien común y tratar de llevar adelante esas ideas. Digo: que, si cada “hombre de campo” dice que con la soja gana más y que en su campo va a plantar lo que quiera aunque no haya nunca más una vaca en la Argentina, existan planes alternativos para convencerlo y compensarlo, de modo que ese interés común se imponga sin lesionar demasiado su interés individual –y que ese hombre entienda que su interés individual depende estrechamente del de todos.

O por lo menos eso dice la doctrina demócrata más clásica y eso es lo que el Estado argentino nunca hace, y menos en el caso de la transformación sojera –que sucedió, casualmente, durante la década con menos Estado de la historia patria. Y que no se revirtió en los últimos años porque el gobierno de este Estado levemente reconstituido se regodeaba recaudando con la soja una cantidad de dinero que la vaca no habría producido en lo inmediato: pan para hoy, hambre para años. Y porque este gobierno arrastra –y a veces incrementa– la tara habitual de nuestro Estado: un ejecutivo sospechado por todos los flancos –como la mayoría de sus predecesores– que no tiene plafón para proponer e imponer ciertos modelos. ¿En nombre de qué idea del bien común, qué proyecto, qué legitimidad?

No lo hicieron, y la carne sube. Nadie lo previó –o no se interesó en desactivarlo– y así estamos. Un Estado con proyecto y verdadera capacidad de intervención no es un lujo o un capricho ideológico: es lo único que consigue que un país con economía de mercado no se caiga a pedazos. Alguna vez, supongo, vamos a tener algo de eso. Mientras tanto, la carne se nos escapa y ese rasgo rojizo, sanguinolento, casi único de nuestra identidad se va con ella. Nada es gratis, y estos procesos menos. Argentinos –decía Ortega–, a los bifes.

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