Pablo Alabarces
04.01.2010
El pequeño escandalito que generó mi contratapa sobre Spinetta a comienzos de diciembre (el lunes 7) me dio muchas ganas de retomar y ampliar esos argumentos. Por supuesto, se trató apenas de un escandalito en internet, causado por las decenas de lectores indignados que estaban haciendo cola para pegarme. Como había previsto –como, incluso, había dicho en la nota–, el spinettismo es una forma más del fanatismo argentino: mal que les pese a tantos seguidores autoconvencidos de su inteligencia superior, las reacciones abrevaron en lo peor del fundamentalismo y la intolerancia. Eso me permitiría disparar para otra zona cotidiana de nuestra cultura, no sólo rockera sino más ampliamente política: la intolerancia con la que se critica la intolerancia.
Pero mientras paladeaba mis nuevos argumentos, pasó lo de la UBA y preferí dedicar mi nueva columna al patoterismo franjamoradista. Pensé que el rock me daría nuevas oportunidades de retomar el debate: lamentablemente, es la coincidencia trágica de la muerte de Rubén Carballo y un nuevo aniversario de Cromañón lo que me obliga a regresar, insistente y testarudo. Porque una de las cosas que más irritaron a tanto spinettiano fervoroso, horrorizado por mi cuestionamiento al Artaud del subdesarrollo, es la comparación entre la tragedia de los chicos de Ecos y Cromañón. La muerte de Carballo me permite desplegar un poco más ese nudo.
Carballo murió tres días después del recital de Spinetta: había sido golpeado hasta la agonía por la Policía Federal dos semanas antes en los alrededores del mismo estadio donde tocaron las bandas eternas. Como soy un tipo impresionable, había pasado la entrada, el recital y la salida atento a esa circunstancia, para comprobar que el control, el cacheo y el ordenamiento de los desplazamientos eran livianitos, atentos, hasta obsecuentes. Me empeño en pensar que ese cambio tenía más que ver con la condición de clase de los espectadores –el precio de las entradas no era un dato menor– que con un rediseño de la seguridad a raíz del desastre de Viejas Locas. Lo cierto es que las cinco horas y pico del recital no tuvieron, ni de parte de los músicos –demasiado ocupados en celebrarse a sí mismos– ni del público, ninguna mención de los palos al pibe Carballo. Más allá de muchas otras críticas que merecen, la mayoría fundadas, deberíamos reconocerles a los públicos del “chabonismo” un poco más de consecuencia, aunque fuere ritual: ellos insisten en recordar a Bulacio, a casi 20 años de su asesinato, nuevamente a manos de la Federal.
En este caso, en cambio, la muerte se coló, como acto de militancia, en el homenaje a los chicos de Ecos. Quiero ser cuidadoso: no hay muertes de primera ni de segunda; esa tragedia muestra aspectos aberrantes de nuestra sociedad; toda militancia por la seguridad en las calles y rutas merece mi apoyo enfático (he firmado todos sus petitorios). Pero me temo que se produce aquí un desplazamiento similar a los reclamos por la “inseguridad”: hay que salir a “blumberguizar” la calle cuando matan a una maestra, pero hay que quedarse en casita cuando la cana mata un negrito o un rockerito. Y ahí venía mi comparación con Cromañón: se trató de una masacre rockera –la que Rolling Stone, con acierto, tituló “La mayor tragedia de nuestra generación”–, independientemente del juicio estético que Callejeros nos merezca. Para ser clarísimo: era una banda de cuarta, y sus miembros, como el juicio demostró, un puñado de cobardes que esconden su culpabilidad en la soberbia. Pero los públicos de Cromañón murieron por creer que el rock es una ceremonia que combina belleza y resistencia político-cultural: lo mismo que los asistentes al recital de Spinetta, si no me equivoco mucho. ¿Eligieron la banda equivocada? ¿Por eso merecieron la muerte? ¿No merecían, entonces, una mínima mención?
Los muertos de Cromañón fueron víctimas de la combinación de capitalismo salvaje –ganar dinero sin reparar en cómo– y retiro del Estado –que no sirve ni para hacer una inspección–. Carballo fue apaleado por ir a un recital de “fieritas”, lo que lo convirtió en alguien digno de que se le aplicara la pena de muerte reclamada por Susana Giménez y Spinetta y ejecutada cotidianamente por todas las policías argentinas. Frente a toda la serie, el comportamiento de las estrellas de rock –Spinetta, Callejeros, Pity y también Los Redondos cuando fue lo de Bulacio– es invariable: mirar para otro lado, seguir hablando de la belleza y el universo y la Galaxia de Andrómeda. Lo que todos estos crímenes insisten en hablarnos es de una sociedad cada día más injusta, si eso fuera posible, donde la clase social sigue siendo la variable que ordena las jerarquías, y donde la violencia se ejecuta sistemáticamente sobre los mismos actores. Pero todo este cuadro se vuelve atroz cuando además cuenta con la complicidad activa de los que se proclaman como más conscientes, inteligentes, cultos. Que lo haga Macri, vaya y pase: pero que el rock practique la venganza de clase me parece simplemente intolerable.
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